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¿Por qué la “cultura del esfuerzo” contribuye al fracaso escolar?

•Eztabaida •Debate  2016/04/27 |Artículo original en fracasoacademico|

Existe una “cultura del esfuerzo” que se nos ha transmitido de generación en generación en la familia, en la escuela y en la sociedad en general, en la que el esfuerzo iba inseparablemente unido al sacrificio, el sufrimiento, la renuncia, la privación, el malestar, el dolor, etc. En el ámbito escolar se nos ha dicho que la adquisición del conocimiento implicaba este tipo de esfuerzo, que no se puede aprender sin esfuerzo, que solo aquellos que se esfuerzan tienen éxito en la escuela y en la vida. Y sobre esta base se ha aplicado una “pedagogía conductista” de premios y castigos, donde el esfuerzo se ha identificado con la disciplina, la obediencia, y con la superación de exámenes, reválidas, pruebas o controles sobre contenidos memorizados o acumulados.

El “esfuerzo”, en este contexto, se transforma en un valor en sí mismo, dejando de ser un medio para convertirse en un fin, con un sentido casi “bíblico”, como la cultura del trabajo luterana. Así, al mismo tiempo que se exige a los niños que se esfuercen, se les enseña a resignarse, a callar y a tolerar la frustración cuando el esfuerzo no lleva asociado logros o reconocimientos, porque aunque el esfuerzo no esté asociado a sentimientos o situaciones agradables, es algo valioso “per se”, que “humaniza” y conforma la personalidad.

Ello ha hecho que los castigos, el miedo, la ansiedad, la docilidad, etc. hayan estado intrínsecamente unidos a los procesos de aprendizaje, y que se justificara y legitimara el ejercicio de la violencia (física, hasta no hace tanto, y simbólica) sobre los menores. Confundiéndose la demanda de “esfuerzo” con el maltrato, cuando esa demanda implica el sufrimiento de los niños.

En la escuela y en la familia, se nos ha dicho e insistido continuamente que la causa de los suspensos y las repeticiones de curso es la falta de esfuerzo de los alumnos. Es común oír frases como “Esfuérzate hasta que lo consigas, si no lo consigues es que no te has esforzado lo suficiente”. Convirtiendo de esta forma el fracaso escolar en un problema de carácter individual, cuya responsabilidad recae exclusivamente sobre esos alumnos que no se esfuerzan lo suficiente. Suspenden, se afirma, porque se lo merecen, porque no se han esforzado. De esta manera, las administraciones, la escuela, sus docentes, las madres, los padres y la sociedad en general, nos redimimos de cualquier responsabilidad, el problema es de los menores que no se esfuerzan, porque carecen de esa “cultura del esfuerzo” que los adultos al parecer, sin embargo, si tenemos.

La fuerza de esta idea ha sido tal que inconscientemente terminamos asociando el aprendizaje con un proceso doloroso, en las antípodas de lo agradable o lo placentero, que solo le puede gustar a personas raras, como los “empollones”.

Esta “cultura del esfuerzo” ha propiciado el fracaso escolar de muchísimos niños y jóvenes, y ha hecho que lo supuestamente aprendido por muchos otros, solo hayan sido aprendizajes momentáneos y superficiales para superar exámenes, pruebas o controles, que se olvidaban al poco tiempo.

Sin embargo, a pesar de todo ello, los defensores de esta “cultura del esfuerzo” lejos de haber desaparecido a tenor de los cambios que ha habido en nuestra sociedad, de la universalización de la educación obligatoria hasta los 16 años, etc., siguen teniendo una gran influencia sobre nuestro sistema educativo. Su eslogan es justamente el de que hay que recuperar la “cultura del esfuerzo” que se ha perdido, y su discurso es el de que los niños y jóvenes son unos irresponsables, vagos, perezosos… que solo piensan en el goce y la diversión como consecuencia de vivir en una sociedad del bienestar que cultiva su hedonismo, por ello son partidarios también de recuperar la “mano dura” con ellos.

Este tipo de argumentación, además de obviar la desigualdad y la violencia que ha caracterizado a nuestro sistema educativo en décadas pasadas, y carecer de una adecuada perspectiva histórica, está falta de rigor. No toma en consideración que España es el 5º país (de 38 que participan en el informe PISA 2012 de la OCDE) en el que los estudiantes dedican más tiempo a los deberes, 6,5 horas a la semana frente a una media de 4,9 horas del resto de países. Si a este tiempo le sumamos las horas de clase y las actividades extaescolares que suelen realizar, tenemos que la mayoría de los menores españoles escolarizados en las enseñanzas obligatorias realizan largas jornadas de entre 40 y 50 horas semanales (incluidos los fines de semana). De estos datos, se puede concluir que las altas tasas de fracaso escolar en España no se deben a una falta de esfuerzo de los alumnos, aunque quizás el cansancio, la ansiedad y el estrés que generan estas largas jornadas si tenga mucho que ver, al incidir negativamente sobre su rendimiento.

Igualmente, los defensores de la recuperación de la “cultura del esfuerzo” vinculan esta recuperación con la necesidad de que el sistema educativo sea más exigente y riguroso, y se dote para ello de pruebas, exámenes o reválidas, más duras, difíciles y selectivas. Ya que, según ellos, en el actual sistema se ha “bajado la exigencia”, no se exige lo suficiente y se deja pasar curso a estudiantes con asignaturas suspensas. Esto no deja de ser una falacia, ya que solo el 53% de los adolescentes españoles logra graduarse en ESO a los 16 años y hacerlo con todas las asignaturas aprobadas. En ningún otro país de nuestro entorno los estudiantes hacen tantos exámenes (más de una treintena cada curso como mínimo), ni se obliga a repetir curso a los estudiantes tanto como en España, a los 15 años casi un 40% de los adolescentes ha repetido algún curso, cuando en la mayoría de los países europeos este porcentaje es prácticamente inexistente o no llega a superar a penas el 10%. Y no es porque el nivel de “competencias” en lengua, matemáticas o ciencias de los estudiantes españoles sea menor. Los informes PISA nos muestran que en la mayoría de los países de nuestro entorno, los estudiantes con un nivel competencial superior a 2 en estas materias no han repetido ningún curso, sin embargo en España el 60% de los estudiantes repetidores tienen un nivel de competencias >2, y un 20% de ellos tiene incluso un nivel >3, a pesar de contar con la dificultad añadida de estar matriculados en cursos donde se trabajan y demandan de los estudiantes competencias de menor nivel que las propias del curso que deberían estar cursando.

Los argumentos que sustentan esta llamada a una recuperación de la “cultura del esfuerzo”, como vemos carecen de una base real en la que apoyarse, detrás de ellos lo que se esconde es el rechazo a la visión que la UNESCO, la Unión Europea, la OCDE o las propias leyes españolas (desde la LOGSE hasta la LOMCE) postulan respecto al sentido y la finalidad de la Educación obligatoria. En todos estos ámbitos se ha establecido que el objetivo de la educación obligatoria en la adquisición por parte de todos los estudiantes de unas competencias básicas que garanticen que los jóvenes puedan “lograr su realización personal, ejercer la ciudadanía activa, incorporarse a la vida adulta de manera satisfactoria y para que puedan ser capaces de desarrollar un aprendizaje permanente a lo largo de la vida”. Por tanto, el objetivo final de la escolarización obligatoria no es seleccionar a los mejores estudiantes, es la preparación de todos los estudiantes para que puedan actuar de forma eficaz fuera del contexto escolar. Pero los defensores de la “cultura del esfuerzo”, a pesar de ello, persisten en su empeño de que la función de la Escuela es seleccionar al alumnado, por ello ven el fracaso escolar como algo lógico y natural, y no como un problema. Y no dudan en arremeter en público, pero fundamentalmente en privado, contra la “pedagogía” (como disciplina encargada de adecuar el sistema educativo al nuevo escenario), o contra cualquier cambio en el sistema educativo que implique una modificación el rol tradicional del profesor dentro del aula.

Frente a la “cultura del esfuerzo” cabe otra acepción de cómo entender el “esfuerzo”, que no supone una renuncia (o “bajada”) de la exigencia, y que conlleva otra forma de trabajar este concepto en la escuela y en la familia. Y es entender el esfuerzo no como un fin en sí mismo, sino como un medio para conseguir algo a través de un proyecto, etc. De esta manera el esfuerzo deja de consistir en hacer exámenes, deberes o ejercicios, y de reproducir de manera acrítica los contenidos de un programa preestablecido. Y se vincula a valores como el compromiso, el tesón, la constancia, la tenacidad, la convicción, el trabajo exigente, etc. donde lo relevante es el sentido que tiene lo que se hace. También, de esta forma, el esfuerzo se pone al servicio del talento, la creatividad, la producción de conocimientos y de nuevas formas de pensar, porque casi siempre hay alternativas para conseguir lo mismo de mejor manera y con menos esfuerzo. De lo contrario, en palabras de José Miguel Bolivar, la “cultura del esfuerzo” lo que hace es producir borregos esforzados, lo cual según las circunstancias puede ser casi, casi, peor que tener vagos redomados.

Esta concepción del esfuerzo, lejos de significar sufrimiento y otorgar méritos por superar pruebas, contribuye al desarrollar el “crecimiento personal” a través de la puesta en valor de las potencialidades que todos albergamos. La satisfacción interior y el sentido que esto otorga a nuestras vidas, es otra cosa bien distinta a la “diversión” a la que peyorativamente se refieren los defensores de la “cultura del esfuerzo” para aludir a los cambios que se intentan introducir en la Escuela.

La neuroeducación, por otra parte, está mostrando cómo los procesos de aprendizaje son más significativos cuando van asociados a procesos que generan entusiasmo, placer, etc. entre los estudiantes. De manera que si nos esforzamos movidos por estos estímulos en vez de por el “castigo y el sacrificio”, podemos lograr mejores resultados en el aprendizaje. De este modo, el placer puede ser el motor de cualquier proceso de aprendizaje, y podemos defender una idea del esfuerzo distinta, que sin renegar de la perseverancia, el tesón o la disciplina, se ligue con lo placentero. Si algo nos motiva, nos gusta, genera pasión o entusiasmo entre nosotros, somos capaces de invertir en ello todo el tiempo que sea necesario, y perseverar, entrenar, etc. hasta lograr el objetivo. Por tanto, el esfuerzo, la persistencia y la constancia pueden generarse sin necesidad de que los padres, los profesores, etc. tengan que presionar, castigar, y sin que ello nos genere sufrimiento, ansiedad, o miedo a represalias.

Como defiende María Acaso, si queremos que el esfuerzo sea realmente sinónimo de éxito, debemos darle un significado nuevo, la “cultura del esfuerzo” como la hemos mal entendido nos ha llevado al fracaso escolar.

ADM M1 2024

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